A Joste y Marijo con amor nupcial
Recibí un correo electrónico. Lo
mandaba una tal Jessica y rezaba: Me
gusta mucho tu sección en el Funzeen. Jessi. Me ruboricé un poco la verdad.
No está uno acostumbrado a parabienes de ese tipo ni de ningún otro. Tampoco
creo que los merezca. Dejé reposar el correo ahí, un rato en la bandeja de
entrada. Me sentía incomodo viendolo cada vez que refrescaba la bandeja de
entrada. Quién sería la tal Jessi. Qué le digo. Qué vergüenza. En realidad, pensé más tarde, yo escribo muy
bien. Joder, escribo de puta madre y
pensé que se había quedado corta la tal Jessíe. Demasiado sobria y contenida
así que le contesté con un escueto Gracias.
Punto. Y vas que te las pelas tía. No malgasto yo mi prosa con cualquiera. En
segundos Jessica me respondió a vuelta de correo; ¿Gracias y nadas más? Me gustaría conocerte. La cosa se ponía
interesante.
Siempre había fantaseado con deslumbrar a
alguna mujer incauta con mis párrafos amontonados. Mujeres (a poder ser guapas
y mucho) que suspiran mientras apoyan en
su pecho (a poder ser abultado y mucho) un libro recién leído de mi poesía
torturada. Figuraciones románticas lindando con lo carnal con un poeta genial y
arrebatado bla bla bla etc. Era una incautez acudir a la cita, lo admito. Pero
la chica tenía nombre de mujer levemente atractiva y suficientemente
frívola y vivía cerca de casa de mis
padres a donde justo iba yo todos los jueves a la tarde. No tenía casi nada que
perder y siempre podía salir corriendo.
Reconozco que ese día me miré un poco más en el espejo. Me arranqué dos
o tres pelos que sobresalían de mis cejas. Me apliqué una crema que ya casi
estaba caducada pero no había otra cosa. Unas gotas del perfume de los domingos
(el más caro que nunca ponen de oferta en el Carrefour). Llamé al telefonillo
del portal y la voz que brotó de la rejilla metálica sonó limpia y nueva.
Imaginé una mujer joven, dulce, nervios durante la breve espera, mi soy yo sonó tembloroso y torpe. Me sentí
indefenso sabiendo que ella me estaba viendo a través del video portero. Me
erguí disimuladamente. Si me lo proponía aún podía aparentar tener buena percha
por un rato al menos. Luego mi cuerpo se
distraía y se desmoronaba sobre si mismo de una forma sutil pero apreciable.
En el ascensor brillaba potente una
luz demasiado diáfana pero gracias a dios no había ningún espejo desalentador arrojándome
inclemente la horrorosa réplica de mi rostro. La puerta del piso estaba
abierta. En el rellano olía a limpio como a fresas asépticas como a piruletas
hospitalarias y maternales. Entré. Tenía miedo hasta que oí pasa pasa. Al fondo. Y pasé recorriendo el pasillo de paredes sobrias y rosas
creo. Para mi sorpresa no una sino cinco chicas permanecían sentadas formando
un semicírculo extraño en aquel cuarto. Lo primero que pensé es; una secta de
chicas extraviadas y locas. Se pondrán una túnica. Aburridas, arrastradas por
el nihilismo del siglo me sacrificarán mientras recitan versos decimonónicos.
Me desnudarán y me matarán de un modo lento, horrible. Original. Saldré en la prensa de todo el mundo, mi cadáver
maltratado, formando figuras geométricas indescifrables. Pero dentro de dos años o tres cuando un perro
llamado Beltza encuentre mis huesos en una arboleda de Sorauren. Lo segundo que
pensé (¿o fue lo primero?) fue en los escotes. Buenos escotes. Buenos pechos
turgentes y jóvenes y estudiantiles aunque en su crepúsculo estudiantil. Quizás
pechos haciendo el doctorado. El doctorado de los pechos, que es el doctorado
que quería hacer yo, ese día, y muchos
días y mi vida entera.
La de la derecha estaba muy recia, demasiado,
consideré. Calibré mis posibilidades. En una pelea la de la derecha me podría
inmovilizar por si sola y el resto podría golpearme entretanto con sus puños
frágiles, o con sus zapatos de tacón Y en una orgía la de la derecha podría
inmovilizarme. Y el resto, esperaba, podría besarme
entretanto, yo indefenso, con sus boquitas de piñón. O podrían golpear
mis nalgas con sus zapatos o con sus delicadas manos trufadas de anillos del bijou
brigitte. Todas las opciones eran estimulantes. Gloriosas. A esto me ha llevado
mi escritura única, pensé para mis
adentros geniales. Mi prosa histórica me ha hecho merecedor de una muerte
mítica. O me ha hecho merecedor de una sesión de sexo múltiple, universitario.
Casi seguro que universitario de la privada con 5 chicas, 3 de Madrid, 1 de
Sevilla y la recia casi seguro que asturiana.
Entré en el cuarto. Algunas
disimularon pero otras no pudieron. Sus ojos como platos seguro que de
sorpresa. Aquí delante el escritor estrella de la cuenca de Pamplona,
pensarían. En las paredes colgaban en caótico orden páginas del Funzeen.
Artículos sujetos con chinchetas a colores que no acertaba a descifrar
plenamente. También me pareció que alguna receta. Alguna partitura. Qué más da. ¿Este es? Soltó una que vestía unos leggins ajustadísimos y muy certeros por la dimensión de sus glúteos. Sus
torneadas piernas. Empezaré por esa,
decidí cautelarmente por si la ceremonia
sexual consistía en una degustación sucesiva y no simultánea y me daban a
elegir. ¿Seguro que es este?, repitió
otra.
La líder, o la que yo pensaba que
era la líder se levantó. Sus labios eran carnosos, hechos para besarme a mi
casi seguro. Toma, toca para nosotros.
Me dio un violín y un palo, lo que fuera, el artilugio oblongo cuyo nombre ignoro y que
sirve para tocarlo. Qué extraña
perversión es esta, pregunté. -¿No
sabes tocar? -¿Te refieres al violín
o a tu cuerpo serrano? le respondí en requiebro virtuoso y un poco andamial
a la morena, ojos oscuros, cuerpo boscoso para perderse en él para desbrozar su
espesa floración frondosa. Que este no
es, se quejó otra. Toca el violín y luego cocina para nosotras.
Me espetaron perdiendo ya un poco los nervios. ¡Desnudo, con este gorro de ganchillo¡ vociferando y yo que
angustiado empezaba a atar cabos. El
horror, el horror. Mientras pensaba que tal vez podría tirarme
por la ventana, en salida algo honrosa, pero que sería muy triste porque se trataba de
un primero casi casi un entresuelo porque el edificio no tenía bajos.
O es que
tú no eres perfectman. O es que tú no eres Joste. El famoso Joste que toca el
violín, cocina, teje prendas íntimas para nuestros cuerpos calientes como
desiertos mientras publica libros de relatos premiados. Joste el guapo guapísimo
de La Barranca. ¿Quién mierda eres tú? Un ego estrelladísimo,
me respondí a mi mismo. Ya decía yo que era muy feo, espetó la
recia humillándome, leña de árbol desmoronado y vetusto. La asturiana. Ya
confirmado por el acento, y que se dirigía hacía mi y que yo pensé, joder pues
tiene su punto la puta asturiana inmensa, un cuerpo que olería a sidra y a
manzanas frescas recién cogidas del árbol, en la ingente extensión de su piel.
La asturiana que me agarró que me alzó, que me zarandeó (a mi y a su compás
también sus pechos de orografía abrupta,
como dos gaitas pret a porter) Danos el
maldito correo electrónico de Joste o te arranco la cabeza.
Salí con el rabo entre la piernas (en
algún momento, viendo la cara desencajada de la asturiana temí salir sin él, lo
prometo), pensando en qué había fallado, no aquella tarde sino en la vida. Y
con miedo. Pensado qué pasaría. Que pasaría cuando la asturiana descubriera
que, mezquino y envidioso, por el forro de los cojones les iba a dar yo el
verdadero correo electrónico de ese cretino que seguro seguro a cambio de todos esos dones había vendido su
alma (y su colección de bufandas de
diseño) al mismismo diablo.